lunes, 23 de febrero de 2015

LA BIBLIOTECA DE PIPPI 43


Seguramente no lo recordareis, porque han pasado muchos años, pero la biblioteca de Pippi en Kunterbunt (“Villa Colorines”) era una de las habitaciones que daba al porche donde solía estar refugiado Pequeño Tío. En casa de Pippi no había libros, solo “píldoras”, porque nuestra pequeña y vieja amiga no tenía tiempo para leer más que unas pocas líneas seguidas entre sus múltiples actividades legales e ilegales.

Así pues, su biblioteca estaba compuesta de multitud de hojas sueltas que se amontonaban en confusas pilas sobre las estanterías vacías y la gran mesa camilla bajo la que encendía el brasero de picón.

Hoy Pippilotta Viktualia Rogaldina Shokominza Langstrumpf ha entrado a la biblioteca en uno de los esporádicos momentos en los que se atenuaba su frenética actividad. Ha tomado una de las hojas que esperan polvorientas sobre la mesa y se ha hundido en el sillón que hay bajo el ventanal. Al otro lado Pequeño Tío la observa entre orgulloso y divertido.

-¿Tu de que te ríes? -le pregunta Pippi a través del cristal polvoriento.

Esto es lo que después ha leído.

Cuando la puerta se cerró, me encontré inmerso en la oscuridad más absoluta. Era, literalmente, una oscuridad absoluta en la que ni siquiera brillaba una luz diminuta, tan pequeña como la punta de una aguja. No veía nada. Ni la palma de mi mano cuando me la aproximé a la cara. Durante unos instantes me quedé clavado, lleno de desconcierto, sobre mis pies, como si me hubiesen atizado un golpe. Presa de una fría impotencia, me sentí como un pescado envuelto en celofán que ve cómo lo arrojan dentro del frigorífico y cierran la puerta a sus espaldas. Me habían abandonado, sin preparación mental alguna, en la oscuridad más absoluta: no era de extrañar que, de repente, experimentara una enorme lasitud. Si la joven pensaba cerrar la puerta, al menos podrá haberme avisado.
Pulsé a tientas el interruptor de la linterna y un chorro de familiar luz amarillenta se proyectó, en línea recta, a través de las tinieblas. Primero iluminé el suelo, bajo mis pies, y luego dirigí el haz de luz a mi alrededor. Me hallaba en una plataforma de cemento de unos tres metros cuadrados, y, a dos pasos de mí, caía a pico un abrupto precipicio sin fondo. Ni barrera ni valla. “Esto también podría habérmelo dicho antes”, pensé con cierta indignación. 



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