Seguramente no lo recordareis, porque han pasado muchos años, pero la biblioteca de Pippi en Kunterbunt (“Villa Colorines”) era una de las habitaciones que daba al porche donde solía estar refugiado Pequeño Tío. En casa de Pippi no había libros, solo “píldoras”, porque nuestra pequeña y vieja amiga no tenía tiempo para leer más que unas pocas líneas seguidas entre sus múltiples actividades legales e ilegales.
Así pues, su biblioteca estaba compuesta de multitud de hojas sueltas que se amontonaban en confusas pilas sobre las estanterías vacías y la gran mesa camilla bajo la que encendía el brasero de picón.
Hoy Pippilotta Viktualia Rogaldina Shokominza Langstrumpf ha entrado a la biblioteca en uno de los esporádicos momentos en los que se atenuaba su frenética actividad. Ha tomado una de las hojas que esperan polvorientas sobre la mesa y se ha hundido en el sillón que hay bajo el ventanal. Al otro lado Pequeño Tío la observa entre orgulloso y divertido.
-¿Tu de que te ríes? -le pregunta Pippi a través del cristal polvoriento.
Esto es lo que después ha leído.
Es la habitación de la madre y de la niña.
Es una habitación colonial. Mal iluminada. No hay mesitas de noche. Una única bombilla en el techo. Los muebles son una gran cama de hierro de dos plazas, muy alta, y un armario de luna. La cama es colonial, barnizada de negro, adornada con bolas de cobre en los cuatro cantos de la cabecera y del pie igualmente negros. Parece una jaula. La cama está encerrada hasta el suelo en una inmensa mosquitera blanca, como la nieve. Las almohadas no son cuadradas, son largas, duras, de crin. Van sin funda. Los pies de la cama están en remojo en los recipientes con agua y guija que los aísla de la calamidad de las colonias, los mosquitos de la noche tropical.
La madre está acostada.
No duerme.
Espera a la niña.
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