Seguramente
no lo recordareis, porque han pasado muchos años, pero la biblioteca
de Pippi en Kunterbunt (“Villa Colorines”) era una de las
habitaciones que daba al porche donde solía estar refugiado Pequeño
Tío. En casa de Pippi no había libros, solo “píldoras”, porque
nuestra pequeña y vieja amiga no tenía tiempo para leer más que
unas pocas líneas seguidas entre sus múltiples actividades legales
e ilegales.
Así
pues, su biblioteca estaba compuesta de multitud de hojas sueltas que
se amontonaban en confusas pilas sobre las estanterías vacías y la
gran mesa camilla bajo la que encendía el brasero de picón.
Hoy
Pippilotta Viktualia Rogaldina Shokominza Langstrumpf ha entrado a la
biblioteca en uno de los esporádicos momentos en los que se atenuaba
su frenética actividad. Ha tomado una de las hojas que esperan
polvorientas sobre la mesa y se ha hundido en el sillón que hay bajo
el ventanal. Al otro lado Pequeño Tío la observa entre orgulloso y
divertido.
-¿Tu
de que te ríes? -le pregunta Pippi a través del cristal
polvoriento.
Esto
es lo que después ha leído.
Le dices a un ciego, Estás libre, le
abres la puerta que lo separaba del mundo, Vete, estás libre,
volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la
calle, él y los otros, están asustados, no saben adónde ir, y es
que no hay comparación entre vivir en un laberinto racional, como
es, por definición, un manicomio, y aventurarse sin mano de guía ni
traílla de perro, en el laberinto enloquecido de la ciudad, donde de
nada va a servir la memoria, pues sólo será capaz de mostrar la
imagen de los lugares y no de los caminos para llegar. Apostados ante
el edificio, que arde de un extremo a otro, los ciegos sienten en la
cara las olas vivas del calor del incendio, las reciben como algo que
en cierto modo los resguarda, como antes habían sido las paredes,
prisión y seguridad al mismo tiempo. Se mantienen juntos, apretados,
como un rebaño, ninguno quiere ser la oveja perdida , porque de
antemano saben que no habrá pastor para buscarlos.
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