Seguramente no lo recordareis, porque
han pasado muchos años, pero la biblioteca de Pippi en Kunterbunt
(“Villa Colorines”) era una de las habitaciones que daba al
porche donde solía estar refugiado Pequeño Tío. En casa de Pippi
no había libros, solo “píldoras”, porque nuestra pequeña y
vieja amiga no tenía tiempo para leer más que unas pocas líneas
seguidas entre sus múltiples actividades legales e ilegales.
Así pues, su biblioteca estaba
compuesta de multitud de hojas sueltas que se amontonaban en confusas
pilas sobre las estanterías vacías y la gran mesa camilla bajo la
que encendía el brasero de picón.
Hoy Pippilotta Viktualia Rogaldina
Shokominza Langstrumpf ha entrado a la biblioteca en uno de los
esporádicos momentos en los que se atenuaba su frenética actividad.
Ha tomado una de las hojas que esperan polvorientas sobre la mesa y
se ha hundido en el sillón que hay bajo el ventanal. Al otro lado
Pequeño Tío la observa entre orgulloso y divertido.
-¿Tu de que te ríes? -le pregunta
Pippi a través del cristal polvoriento.
Esto es lo que después ha leído.
No me marché del pueblo por cobardía
ni por cansancio.
Fue un corte brusco, una decisión
repentina tomada por mi padre cuando vino a verme y me encontró
agotada, convaleciente de lo que debió ser una pulmonía, aunque
nadie la hubiera diagnosticado.
Todo empezó después de las vacaciones
de Navidad. Yo regresaba de casa de mis padres y había caído una
gran nevada que tenía al pueblo incomunicado. Tocaron a concejo y un
grupo de vecinos me fue a rescatar al pueblo grande. Las caballerías
pasaban con dificultad por las haces, así que sólo llevaron una
para mi y los hombres marchaban unos detrás de otros delante del
animal, protegiéndome y cuidando de que no nos despeñáramos. Nos
costó horas llegar y al alcanzar el pueblo sólo se veían
columnitas de humo porque las casas habían desaparecido cubiertas
por la fuerte nevada. Entramos por el tejado a la casa de María y
bajamos hasta el primer piso por unos escalones hechos en la nieve
casi helada. Todas las casas estaban sometidas al mismo enterramiento
invernal.
Al día siguiente para ir a la escuela,
los niños hicieron una cadena, cogidos de la mano y tiraba de mi
como juego en el que todos patinábamos. Me habían regalado pieles
de rebeco completas para mi cuarto y tiras de otras pieles de
animales pequeños para que forrara con ellas las abarcas. Genaro me
esperaba mustio y callado. “¿Qué pasa?”, le pregunté. Y él
“Mi padre que está malo. Fue al monte y cayó rodando y se mancó
la pierna y la espalda”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario