Así pues, su biblioteca estaba compuesta de multitud de hojas sueltas que se amontonaban en confusas pilas sobre las estanterías vacías, el viejo cofre pirata de su padre y la gran mesa camilla bajo la que encendía el brasero de picón.
Hoy Pippilotta Viktualia Rogaldina Shokominza Langstrumpf ha entrado a la biblioteca en uno de los esporádicos momentos en los que se atenuaba su frenética actividad. Ha tomado una de las hojas que esperan polvorientas sobre la mesa y se ha hundido en el sillón que hay bajo el ventanal. Al otro lado Pequeño Tío la observa entre orgulloso y divertido.
-¿Tu de que te ríes? -le pregunta Pippi a través del cristal polvoriento.
Esto es lo que después ha leído.
Las historias que contaba eran lo que más amedrentaba a la gente. Sus espantables relatos eran de ahorcados y de “pasear por la tabla”, de borrascas en el mar, de la Isla de la Tortuga y de terribles hazañas y extraños parajes en la América española. Por lo que él mismo contaba, debía de haber pasado su vida entre las gentes más desalmadas que habían navegado los mares, y el lenguaje en que refería esas cosas escandalizaba a nuestra sencilla gente rural tanto como los crímenes que relataba. Mi padre andaba siempre diciendo que aquel hombre iba a ser la ruina de la posada, porque no tardaría la gente en cansarse de venir allí a ser tiranizada, a sufrir humillaciones y a irse a acostar despavorida y castañeando los dientes; pero yo estoy seguro de que su presencia nos fue de provecho. La clientela se atemorizaba por el momento, pero al pensar después en ello, más bien encontraba deleite: era una apetecible excitación en la calmosa vida campesina, y hasta había unos cuantos, entre los más mozos, que fingían admirarlo llamándole “un verdadero lobo de mar” y “un viejo tiburón” y cosas por el estilo, y decían que hombres como aquél eran los que habían hecho a Inglaterra temible en el mar.
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