Seguramente no lo recordareis, porque han pasado muchos años, pero la biblioteca de Pippi en Kunterbunt (“Villa Colorines”) era una de las habitaciones que daba al porche donde solía estar refugiado Pequeño Tío. En casa de Pippi no había libros, solo “píldoras”, porque nuestra pequeña y vieja amiga no tenía tiempo para leer más que unas pocas líneas seguidas entre sus múltiples actividades legales e ilegales.
Así pues, su biblioteca estaba compuesta de multitud de hojas sueltas que se amontonaban en confusas pilas sobre las estanterías vacías y la gran mesa camilla bajo la que encendía el brasero de picón.
Hoy Pippilotta Viktualia Rogaldina Shokominza Langstrumpf ha entrado a la biblioteca en uno de los esporádicos momentos en los que se atenuaba su frenética actividad. Ha tomado una de las hojas que esperan polvorientas sobre la mesa y se ha hundido en el sillón que hay bajo el ventanal. Al otro lado Pequeño Tío la observa entre orgulloso y divertido.
-¿Tu de que te ríes? -le pregunta Pippi a través del cristal polvoriento.
Esto es lo que después ha leído.
Las orillas del mar habían desaparecido hacía tiempo detrás de
las colinas del osario. El imprudente profesor, sin miedo a
extraviarse, me atrastraba cada vez más lejos. Avanzábamos en
silencio, bañados por las ondas eléctricas. Por un fenómeno que no
puedo explicar, y gracias a su difusión entonces completa, la luz
iluminaba de una manera uniforme todos los ángulos de los objetos.
Su foco no estaba en un punto determinado del espacio y no producía
ningún efecto de sombra. Hubiéramos podido creernos en pleno
mediodía y en pleno verano, en medio de las regiones ecuatoriales,
bajo los rayos verticales del sol. Todo vapor había desaparecido.
Las rocas, las montañas lejanas, algunas masas confusas de bosques
lejanos tomaban un aspecto extraño bajo la distribución uniforme
del fluido luminoso. Nos parecíamos a ese fantástico personaje de
Hoffmann que perdió su sombra.
Después de haber andado una milla, apareció el lindero de un
bosque inmenso, pero no ya uno de esos bosques de hongos que había
en las inmediaciones de Puerto Graüben.
Era la vegetación de la época terciaria en toda su
magneficencia. Grandes palmeras de especies hoy desaparecidas,
soberbios guanos, pinos, tejos, cipreses, tuyas, representaban a la
familia de las coníferas y swe unían entre sí por una inextricable
red de lianas. Un tapiz de musgos y de hepáticas revestía
blandamente el suelo. Algunos riachuelos murmuraban bajo la espesura
umbría, poco digna de ese nombre ya que no producía sombra. En sus
bordes crecían los helechos arborescentes parecidos a los de los
calientes invernaderos del globo habitado. Sólo el color les faltaba
a los árboles, a los arbustos, a las plantas, privadas del
vivificante calor del sol. Todo se confundía en un tinte uniforme,
pardo y como agostado. Las hojas estaban desprovistas de su verdor, y
las propias flores, tan numerosas en la época terciaria que las vio
nacer, ahora sin color y sin perfume, parecían hechas de un papel
descolorido bajo la acción de la atmósfera.
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