Seguramente no lo recordareis, porque han pasado muchos años, pero la biblioteca de Pippi en Kunterbunt (“Villa Colorines”) era una de las habitaciones que daba al porche donde solía estar refugiado Pequeño Tío. En casa de Pippi no había libros, solo “píldoras”, porque nuestra pequeña y vieja amiga no tenía tiempo para leer más que unas pocas líneas seguidas entre sus múltiples actividades legales e ilegales.
Así pues, su biblioteca estaba compuesta de multitud de hojas sueltas que se amontonaban en confusas pilas sobre las estanterías vacías y la gran mesa camilla bajo la que encendía el brasero de picón.
Hoy Pippilotta Viktualia Rogaldina Shokominza Langstrumpf ha entrado a la biblioteca en uno de los esporádicos momentos en los que se atenuaba su frenética actividad. Ha tomado una de las hojas que esperan polvorientas sobre la mesa y se ha hundido en el sillón que hay bajo el ventanal. Al otro lado Pequeño Tío la observa entre orgulloso y divertido.
-¿Tu de que te ríes? -le pregunta Pippi a través del cristal polvoriento.
Esto es lo que después ha leído.
Luego que ganaron el puerto tornaron a ver el sol, que declinaba
en un dilatadísimo celaje de oros y de púrpuras. Era una infinita
sábana de nubes avellonadas, color de sangre, finamente festoneadas
por la luz del astro y que se prendían a él, dejando a la derecha
un claro cielo verde de nitidez maravillosa. Debajo abríase la
enorme extensión ondulada de los valles, perdiendo en dorada niebla
la fronda de sus dehesas, de sus olivares, de sus viñas, de sus
huertas y sus tierras de cultivo. Un río, allá en el fondo,
reflejaba en sus serenas tablas las lumbres del crepúsculo, y no muy
lejos de la falda de la sierra veíase un caserío agrupado en torno
de una torre cuya esbelta caperuza de pizarra parecía también
saludar con sus llamas de reflejo a los viajeros.
-¡Palomas! -se apresuró el Cernical a indicar-. Velayí
el pueblo, que paice que se toca con la mano. Pues tavía no hamos
andao ni la mitad.
Lo miraron todos desde dentro.
-¡Que pequeño! -opuso Nora la primera.
Y Jacinta y su marido, extasiados por el hermoso panorama
comentaron:
-¡Que bonito!
-Chiquirriquitín -cedió el carrero-, sí, qué concho, que lo
es; pero a güeno y a bonito no hay por to er contorno quien le
gane. Ahí van ostés, don Esteban, a viví lo mesmo que en la
gloria. Ni enfermos que curá va usté a tené, que apuesto yo que no
haiga más salú ni onde la crían!
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