Seguramente no lo recordareis, porque han pasado muchos años, pero la biblioteca de Pippi en Kunterbunt (“Villa Colorines”) era una de las habitaciones que daba al porche donde solía estar refugiado Pequeño Tío. En casa de Pippi no había libros, solo “píldoras”, porque nuestra pequeña y vieja amiga no tenía tiempo para leer más que unas pocas líneas seguidas entre sus múltiples actividades legales e ilegales.
Así
pues, su biblioteca estaba compuesta de multitud de hojas sueltas que
se amontonaban en confusas pilas sobre las estanterías vacías y la
gran mesa camilla bajo la que encendía el brasero de picón.
Hoy
Pippilotta Viktualia Rogaldina Shokominza Langstrumpf ha entrado a la
biblioteca en uno de los esporádicos momentos en los que se atenuaba
su frenética actividad. Ha tomado una de las hojas que esperan
polvorientas sobre la mesa y se ha hundido en el sillón que hay bajo
el ventanal. Al otro lado Pequeño Tío la observa entre orgulloso y
divertido.
-¿Tu
de que te ríes? -le pregunta Pippi a través del cristal
polvoriento.
Esto
es lo que después ha leído.
Pensar en sí misma significaba borrar
de una vez por todas la leyenda que los romanos habían decidido
levantarle. Significaba salir del molde de perfección que la oprimía
y apoderarse para siempre de algunas posibilidades que le estaban
negadas desde hacía muchos años. Deseaba recuperar el derecho a
equivocarse, a jugar con la vida, a flirtear con la inconsecuencia.
Quería que el espíritu de Roma, con todo su altísimo significado,
se contemplase en otro rostro que no fuese el suyo.
En el Palatino vivía la dama que sin
duda estaría esperando representar al espíritu de Roma incluso
antes de que Roma y su espíritu se lo solicitasen.
Aunque voces posteriores la representen
como gestora de las más siniestras intrigas, Livia todavía era por
aquellos tiempos una matrona romana sin candidaturas especiales. Pero
destacada entre todas por su porte arrogante, que realzaba aún más
la importancia de un cuerpo, de notable estatura y no escaso en
carnes. En su cabeza, siempre enhiesta, triunfaba un moño de
notables proporciones que lució durante varios años, segura de que
colaboraba a dotarla de prestancia, pues más que un moño diríase
un penacho. Y el rostro completaba el cuadro con singular precisión
y no menos prestancia. Porque era un rostro ancho, rotundo, de
facciones solemnes y, a medida que avanzaron los acontecimientos,
mayestático.
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