Seguramente no lo recordareis, porque
han pasado muchos años, pero la biblioteca de Pippi en Kunterbunt
(“Villa Colorines”) era una de las habitaciones que daba al
porche donde solía estar refugiado Pequeño Tío. En casa de Pippi
no había libros, solo “píldoras”, porque nuestra pequeña y
vieja amiga no tenía tiempo para leer más que unas pocas líneas
seguidas entre sus múltiples actividades legales e ilegales.
Así pues, su biblioteca estaba
compuesta de multitud de hojas sueltas que se amontonaban en confusas
pilas sobre las estanterías vacías y la gran mesa camilla bajo la
que encendía el brasero de picón.
Hoy Pippilotta Viktualia Rogaldina
Shokominza Langstrumpf ha entrado a la biblioteca en uno de los
esporádicos momentos en los que se atenuaba su frenética actividad.
Ha tomado una de las hojas que esperan polvorientas sobre la mesa y
se ha hundido en el sillón que hay bajo el ventanal. Al otro lado
Pequeño Tío la observa entre orgulloso y divertido.
-¿Tu de que te ríes? -le pregunta
Pippi a través del cristal polvoriento.
Esto es lo que después ha leído.
Pero no había en toda la casa un lugar
donde fuese a estar mejr protegido contra miradas inquisitivas. Con
la llave en su poder, nadie más podría entrar allí. Bajo su
mortaja morada, el rostro pintado en el lienzo podía hacerse
bestial, deforme, inmundo. ¿Qué más daba? Nadie lo vería. Ni
siquiera él. ¿Por qué tendría que contemplar la odiosa corrupción
de su alma? Conservaría la juventud: eso bastaba. Y, además, ¿no
cabía la posibilidad de que algún día nacieran en él sentimientos
más nobles? No había razón para pensar en un futuro vergonzoso.
Quizá el amor pudiera cruzarse en su vida, purificándolo y
protegiéndolo de aquellos pecados que ya parecían agitársele en la
carne y el espíritu: aquellos curiosos pecados todavía informes
cuya indeterminación misma les prestaba sutileza y atractivo. Tal
vez, algún día, el rictus de crueldad habría desaparecido de la
delicada boca y él estaría en condiciones de mostrar al mundo la
obra maestra de Basi Hallward.
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