Seguramente no lo recordareis, porque
han pasado muchos años, pero la biblioteca de Pippi en Kunterbunt
(“Villa Colorines”) era una de las habitaciones que daba al
porche donde solía estar refugiado Pequeño Tío. En casa de Pippi
no había libros, solo “píldoras”, porque nuestra pequeña y
vieja amiga no tenía tiempo para leer más que unas pocas líneas
seguidas entre sus múltiples actividades legales e ilegales.
Así pues, su biblioteca estaba
compuesta de multitud de hojas sueltas que se amontonaban en confusas
pilas sobre las estanterías vacías y la gran mesa camilla bajo la
que encendía el brasero de picón.
Hoy Pippilotta Viktualia Rogaldina
Shokominza Langstrumpf ha entrado a la biblioteca en uno de los
esporádicos momentos en los que se atenuaba su frenética actividad.
Ha tomado una de las hojas que esperan polvorientas sobre la mesa y
se ha hundido en el sillón que hay bajo el ventanal. Al otro lado
Pequeño Tío la observa entre orgulloso y divertido.
-¿Tu de que te ríes? -le pregunta
Pippi a través del cristal polvoriento.
Esto es lo que después ha leído. -->
“La vida -dijo Emerson- consiste en
lo que un hombre piensa todo el día.” Si es así, en ese caso mi
vida no es sino un gran intestino. No sólo pienso en comida todo el
día, sino que, además, sueño con ella por la noche.
Pero no deseo volver a América, para
que me unzan otra vez el yugo, para trabajar en a noria.No, prefiero
ser un hombre pobre en Europa. Bien sabe Dios lo pobre que soy; solo
me falta ser un hombre. La semana pasada pensé que el problema de la
subsistencia estaba a punto de resolverse, creí que iba a camino de
ser económicamente independiente. Ocurrió que tropecé con otro
rusa; se llama Serge. Vive en Suresnes, donde hay una pequeña
colonia de emigrés y artistas pobres. Antes de la revolución, Serge
era capitán de la Guardia Imperial; mide un metro noventa sin
zapatos y bebe vodka como un pez. Su padre era almirante, o algo así,
en el acorazado Potemkin.
Conocí a Serge en circunstancias
bastante singulares. El otro día husmeando en busca de comida, me
encontraba hacia el mediodía en las cercanías de Folies-Bergère:
en la puerta trasera, es decir, en la estrecha callejuela que tiene
una verja de hierro en un extremo. Estaba matando el tiempo cerca de
la entrada de los artistas, con la esperanza de encontrarme por
causalidad con una de las mariposas, cuando un camión descubierto se
detuvo junto a la acera. Al verme allí parado con las manos en los
bolsillos, el conductor, que era Serge, me preguntó s quería
echarle una mano para descargar los barriles de hierro.
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