Seguramente no lo recordareis, porque
han pasado muchos años, pero la biblioteca de Pippi en Kunterbunt
(“Villa Colorines”) era una de las habitaciones que daba al
porche donde solía estar refugiado Pequeño Tío. En casa de Pippi
no había libros, solo “píldoras”, porque nuestra pequeña y
vieja amiga no tenía tiempo para leer más que unas pocas líneas
seguidas entre sus múltiples actividades legales e ilegales.
Así pues, su biblioteca estaba
compuesta de multitud de hojas sueltas que se amontonaban en confusas
pilas sobre las estanterías vacías y la gran mesa camilla bajo la
que encendía el brasero de picón.
Hoy Pippilotta Viktualia Rogaldina
Shokominza Langstrumpf ha entrado a la biblioteca en uno de los
esporádicos momentos en los que se atenuaba su frenética actividad.
Ha tomado una de las hojas que esperan polvorientas sobre la mesa y
se ha hundido en el sillón que hay bajo el ventanal. Al otro lado
Pequeño Tío la observa entre orgulloso y divertido.
-¿Tu de que te ríes? -le pregunta
Pippi a través del cristal polvoriento.
Esto es lo que después ha leído.
¿Fui criado por mi madre? ¿Fue una
campesina la que me amamantó? Lo ignoro. Cualquiera que fuese el
pecho que mordí, no recuerdo una sola caricia del tiempo en que era
muy niño; no fui mimado, ni besuqueado, ni festejado, mee azotaron
de lo lindo.
Mi madre dice que no debe mimarse a los
niños y me pega todas las mañanas; cuando no tiene tiempo por la
mañana lo hace al mediodía, raras veces más tarde de las cuatro.
Mademoiselle Balandreau me pone sebo en
las partes golpeadas.
Es una buena solterona de cincuenta
años. Vive debajo de nosotros. Al principio eso la satisfacía: como
no tiene reloj, así podía saber la hora “¡Plin! ¡Plan! ¡Pon!
¡Pon! Ya están azotando al rapazuelo; es la hora de preparar mi
café con leche.
Pero cierto día en que me había
levantado los faldones, porque me escocía demasiado, y estaba
tomando el aire entre dos puertas, me vió; mis posaderas despertaron
su compasión.
Primero quiso mostrárselas a todo el
mundo, congregar a su alrededor a los vecinos; luego pensó que no
era aquel el modo de salvarlas e ideó otra cosa.
Cuando oye que mi madre me dice:
-Jacques, voy a azotarte.
-Madame Vingtras, no se moleste, yo lo
haré en su lugar.
-¡Oh, querida, que amable es usted!
Mademoiselle Balandreau me leva
consigo; pero,en vez de azotarme, golpea sus manos; yo grito. Mi
madre por la noche, da las gracias a la sustituta.
-Estoy a su disposición -contesta la
buena mujer, dándome un caramelo a hurtadillas.
Mi primer recuerdo data, pues, de una
azotaina. El segundo está lleno de asombro y de lágrimas.
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