Seguramente no lo recordareis, porque
han pasado muchos años, pero la biblioteca de Pippi en Kunterbunt
(“Villa Colorines”) era una de las habitaciones que daba al
porche donde solía estar refugiado Pequeño Tío. En casa de Pippi
no había libros, solo “píldoras”, porque nuestra pequeña y
vieja amiga no tenía tiempo para leer más que unas pocas líneas
seguidas entre sus múltiples actividades legales e ilegales.
Así pues, su biblioteca estaba
compuesta de multitud de hojas sueltas que se amontonaban en confusas
pilas sobre las estanterías vacías y la gran mesa camilla bajo la
que encendía el brasero de picón.
Hoy Pippilotta Viktualia Rogaldina
Shokominza Langstrumpf ha entrado a la biblioteca en uno de los
esporádicos momentos en los que se atenuaba su frenética actividad.
Ha tomado una de las hojas que esperan polvorientas sobre la mesa y
se ha hundido en el sillón que hay bajo el ventanal. Al otro lado
Pequeño Tío la observa entre orgulloso y divertido.
-¿Tu de que te ríes? -le pregunta
Pippi a través del cristal polvoriento.
Esto es lo que después ha leído.
Las dos personas de Berlín a quienes
más añoraba Bruno eran los abuelos. Vivían en un pisito cerca de
los puestos de fruta y verdura, y en la época en que el niño se
mudó a Auchviz, el Abuelo tenía casi setenta y tres años, lo cual,
según él, lo convertía en el hombre más anciano del mundo. Una
tarde había calculado que si vivía ocho veces los años que había
vivido hasta entonces, seguiría teniendo un año menos que el
abuelo.
El abuelo regentaba un restaurante en
el centro de la ciudad, y uno de sus empleados era el padre de
Martin, el amigo de Bruno, que trabajaba de cocinero. Aunque el
Abuelo ya no cocinaba ni servía mesas, se pasaba el día en el
restaurante; por la tarde se sentaba a la barra y charlaba con los
clientes, y por la noche cenaba allí y se quedaba hasta la hora de
cerrar, riendo con sus amigos.
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